HISTORIA DE UN AMOR CASI IMPOSIBLE
Capítulo I de Los Italianos
Buenos Aires, otoño de 1880
Carmelo se atusa el espeso bigote, carraspea y trata de respirar hondo para aflojarse. También para probar otra vez si la extraña tenaza que le estruja por dentro a la altura del pecho deja de ahogarlo. Está de pie en la explanada del puerto y los andamios de la pasarela por donde descenderán los pasajeros han sido ubicados en su sitio.
Corre un rumor que se hace exaltado griterío entre la gente apretujada a su alrededor, sofocándolo, a pesar de que por su altura él sobrepasa a casi todos. Aguza la vista hacia el ancho río sin límites, que a la distancia le recuerda el mar pero que de cerca es agua marrón, sucia. Ahí está, todavía lejos, el vapor italiano que trae a bordo lo más preciado del mundo para él, la razón de su presente y el origen de todas sus ilusiones para el futuro. Las primeras que ha tenido en su vida.
“Filumé…” musita con ternura, ese sentimiento que lo desarma y que conoció por primera vez allá en su pueblo, el Castrovillari ahora lejano, aquel día cuando se cruzó con ella y la luz de sus claros ojos verdes lo electrizó de arriba abajo.
De pronto las voces se convierten en gritos de espanto y él, confundido, ve con desesperación e impotencia que el vapor se va hundiendo hasta desaparecer entre las aguas color de león del río, y la tenaza ahora ha subido y le aprieta la garganta y él grita, Carmelo grita el nombre amado con una voz sin sonido, mientras quiere correr y no puede moverse, paralizado de terror…
Cuando abre los ojos está empapado, con el corazón latiendo como loco, y al apartar las cobijas el aire frío del cuarto lo calma. Prende un fósforo para ver la hora en el reloj de bolsillo que le diera su padre al despedirse. Son las cinco de la mañana y todavía no entra claridad por las persianas de madera del ventanuco que tiene frente a la cama. Suspira con alivio. Tiene tiempo de sobra para vestirse y llegar al puerto. El estómago le duele de hambre, anoche no pudo probar bocado. La anticipación lo tiene loco, a él, quien hasta hace solo un par de años era un rudo guardabosque, un mocetón corajudo y aventurero para el que los cerros alrededor de Castrovillari no tenían misterios ni lugares silvestres peligrosos.
Aspira hondo, todavía conmovido por la pesadilla, prende la vela en la mesa de luz y se calza las ajadas pantuflas. Caminando con cautela para no tropezar con la silla levanta la voluminosa jarra de agua de cerámica de la mesa, cuidando de no golpear el descolorido lavatorio que le hace juego. Gira la pesada llave de bronce en la cerradura y se encamina al baño común al fondo del pasillo, donde pronto habrá una fila de huéspedes como él, esperando para hacer sus necesidades. Los anchos listones de madera que forman el piso crujen bajo el peso, porque Carmelo ya ha recuperado su habitual paso elástico.
A bordo de un vapor entrando al Rio de la Plata
Tres fuertes golpes en la puerta del pequeño camarote de segunda clase hacen saltar de la cama a su padre, pero Filomena, despierta desde temprano, cierra los ojos otra vez, esperando a que él termine de vestirse.
El cansador ronroneo de las máquinas, que los ha acompañado durante el largo mes de navegación sigue estable. Aunque esta mañana es distinta a las otras. Con un sobresalto recuerda que éste es el día. El día por el que ha sobrevivido los últimos tres años, el día en el que va a ver a Carmelo otra vez después de tanto tiempo. El día en que piensa saciar esa nostalgia casi insoportable por sus fuertes brazos y su piel dorada por el sol de la montaña.
Escucha al padre despertar a la madre, pero espera hasta que él salga del camarote para dejar las cobijas tibias de la cucheta superior que es su cama. Tiene miedo de levantarse, miedo de lo que va suceder y también ansiedad. Siente un deseo irrefrenable de que todo ocurra de una buena vez, que las horas pasen rápido, para que llegue la noche y ya todo lo que tiene que ser ya habrá sido y ella podrá dejar de temblar ante el vuelco que sabe va a dar su vida hoy. Para la noche las cartas ya habrán sido jugadas y ella será la gran perdedora o la mujer más feliz de la tierra. O, peor, un purgatorio entre medio ya que conoce a su padre y eso la mantiene en vilo.
Baja de la cucheta después que don Demarco cierra la puerta tras de sí. Su madre ya está vestida y preparada para salir. Ahora el bamboleo del vapor se ha calmado casi por completo.
–Buen día, Mamma –murmura, y espía por el sucio vidrio del ojo de buey, pero todo lo que ve es una superficie interminable de agua marrón, barrosa y calma que ha suplantado al oleaje azul profundo y espumoso del mar.
–Estamos entrando en el Río de la Plata –explica la madre, suspirando con alivio–. No veo la hora de bajar de esta caja flotante.
Mamma tuvo varias violentas descomposturas cuando el mar se puso picado, y ahora se la ve pálida y macilenta después de tanto tiempo de comer lo mínimo indispensable para no vomitar. Veinte días de incómoda navegación hicieron estragos en la delgada y musculosa mujer, quien ha pasado muchas horas recluida en el modesto e incómodo camarote de seis cuchetas angostas y apiladas una sobre la otra, por el que han pagado una pequeña fortuna.
El viaje ha sido demasiado fatigoso para todos. Las incomodidades y la inesperada promiscuidad de tener que compartir las actividades diarias con una multitud de desconocidos fueron humillantes. Mamma en particular lo ha sufrido como ninguno de ellos. Ama de casa pulcra y prolija, con un ordenado ritmo de vida, hoy es una sombra de la mujer que subió a bordo en Nápoli. La mala alimentación obtenida penosamente en la sucia cantina, las dos tormentas con las que se encontraron y las inesperadas muertes de un anciano y de un bebé del pasaje la desmoralizaron totalmente.
Por su parte, el padre se siente estafado por una pésima organización y un vergonzoso servicio a bordo después de gastar gran porción de sus ahorros en los pasajes. Veloz con los números, Don Demarco hizo una estimación de las ganancias de la compañía naviera y dictaminó que está robándoles a los pasajeros. Ninguno pudo alcanzar a ver en qué condiciones viajan los de primera en los escasos camarotes de la cubierta superior, pues no existe ningún paso accesible para que las dos clases se mezclen. Pero él ha visitado a escondidas el peor lugar del barco, los cuartos de la tercera clase, donde se amontonan en un caos dantesco cientos de personas con una falta de higiene total. Ha visto los rostros cansados y macilentos por las malas noches pasadas, con huellas de las descomposturas producto de la comida infecta e impura agua para beber. Y se promete presentar una formal queja ante las autoridades portuarias cuando lleguen.
Madre e hija salen a la cubierta, y Filomena tiene que detenerse un instante a descansar antes de cruzar el alto zócalo de la puerta metálica. El aire es reconfortante, pero también húmedo y frío, y la hace tiritar. Se echa sobre los hombros la pañoleta de lana para salir detrás de la madre.
Avanzan buscando a la familia y más allá se unen a Teresa y Antonio. Ellos se han escurrido temprano y en silencio del camarote y están compartiendo el frugal desayuno de a bordo, servido de mala gana en un mostrador rústico, después la habitual espera con sus platos y tazones de lata tras una larga fila de pasajeros. Los encuentran mirando el infinito río mientras la costa del Uruguay va quedando atrás. Pronto llegarán a tierra firme.
Filomena no puede probar bocado y el vaso de agua oscura que pasa por café hoy le cae como una piedra en el estómago. Se sienta al lado de la madre, en un rincón, tiritando por el frío aire que corre a pesar de lo concurrida que está la cubierta.
–¿Cómo se siente hoy, Mamma? –pregunta Teresa con cariño.
–Mejor. Hoy el barco no se mueve tanto, y por fin estamos llegando, –responde la madre con una sonrisa triste y agotada.
–Me alegro por usted –y volviendo hacia la hermana, dice con reproche–. ¡Hoy estás peor que nunca, Filumé! Ya estamos llegando, ¿Qué te pasa? ¿No te da alegría? Yo no veo la hora de bajar en Buenos Aires.
–Sí, claro que me da alegría, pero ya te dije, me da miedo este nuevo país.
–A todos nos da miedo, tonta, pero va a ser mejor que allá, en casa. Acá hay trabajo y no miseria. Todo va a salir bien, vas a ver. Vamos a hacernos l’América, estoy segura.
Hay una palpable inquietud en el aire. Los pasajeros con sus cajas y bultos preparados se mueven sin razón aparente de un lado a otro, hablando a gritos, excitados, hasta que ubican un rincón donde esperar quietos las horas que faltan para bajar a tierra en el puerto. Hasta los niños que siempre corrían y metían bulla están silenciosos, atentos, conscientes de la magnitud del momento. Los edificios de Buenos Aires se atisban solo a través de la bruma húmeda más allá de las aguas barrosas, pero ya las grúas del puerto se perfilan con claridad.
–¿Caminamos un poco, para estirar las piernas? –propone Teresa y la madre acepta, poniéndose de pie. Tata se pasea de un lado a otro, inquieto, esperando.
Filomena se sienta ahora sobre una de las muchas maletas y baúles que su padre y cuñado han arrastrado debajo de una escalera, fuera del paso de los que se mueven en cubierta.
–Me quedo aquí. Vayan a caminar si quieren –dice.
Necesita estar sola, no quiere tener cerca los ojos inquisitivos de su hermana o su madre. ¿Sospecharán algo? Hay momentos del viaje en los que hubiera jurado que ellas adivinan su secreto. Pero es imposible. Hay un pacto sellado entre ella y Berta Ferrero, su amiga del alma, su hermana espiritual. No tiene dudas de que los Ferrero no han traicionado su confianza durante todos estos años. Pero Mamma está dotada de una intuición muy aguda, rayana en lo increíble, y muchas veces ella baja los ojos ante su mirada porque es como si le leyera los pensamientos. Seguramente siente que algo pasa, pero no puede imaginar lo que va a suceder hoy. Filomena tiembla otra vez bajo la gruesa pañoleta. Está sudando en frío, y se pone a rezar en silencio una ristra de oraciones para serenarse.
La aguda sirena del vapor saludando al puerto la hace saltar de la maleta y el ulular largo y sostenido incrementa su impaciencia. Entre Avemarías extrae con cuidado, furtiva, la última carta recibida desde Rosario y la lee, acariciándola con los ojos, como lo ha hecho casi a diario en los últimos meses, solo para mirar las palabras desparejas, dictadas por su amado, que sabe de memoria.
Aquel invierno de 1875 fue duro, brutal con la gente y con los animales en las serranías que rodean a Castrovillari. Por fin la primavera llegó con su bálsamo tibio y con ella la semana de la feria anual del pueblo. Los gitanos ambulantes con sus puestos y carromatos coloridos se instalaron en el terreno todavía sin sembrar de don Cayetano Balducci.
Durante uno de esos atardeceres de feria, entre el olor de las frituras, los chillidos de los animales traídos para la venta y las alcohólicas risotadas de los muchachones jugando a las bochas, Carmelo se cruzó de golpe y frente a frente con los ojos de Filomena. Ella venía caminando entre dos amigas hacia el puesto de tiro de pelotas al cesto, pero por alguna razón se detuvo un instante y lo miró. La experiencia lo sacudió como un rayo. Hacía mucho que no se sentía así, perturbado, con las piernas flojas, como cuando su padre preparaba el cinturón grueso de cuero porque había que pagar alguna barrabasada que él se había mandado en sus andanzas por el pueblo. De puro hombre que estaba ensayando ser desde hacía un tiempo, y por imitar a los muchachones mayores que él, le sostuvo la mirada y de pronto supo que los ojos eran verdes brillantes, que decían cosas, reían y al mismo tiempo lo invitaban a hablar, desafiantes. Carmelo no atinó más que a levantar la cabeza y forzar las acuosas rodillas a seguir caminando sin trastabillar o caerse.
Después averiguó su nombre. Filomena, la hija menor de los Demarco, una de las familias del pueblo. No la había reconocido porque la última vez que recordaba haberla visto fue unos cinco años atrás, tal vez más. Estaban en la misa de Pascua en la Iglesia de San Giuliano y ella era una mocosa de diez o doce años, sentada en la fila delante de él, hablando alto y cuchicheando con otras de la misma edad. El señor cura estaba recitando un largo sermón y él había cabeceado, dormitando un poco. Las chiquillas lo despertaron con sus voces agudas. Carmelo les chistó fastidiado y la atrevida Demarco le sacó la lengua, burlándose de él.
Filomena era una de las niñas del pueblo que iban a la escuela, compraban sus ropas pretenciosas en Cosenza y tenían coche con caballo en casa. Para pasear. No como él, que vivía en las afueras y sus padres apenas podían mantener los animales de trabajo y un carro desvencijado con un viejo buey para mover la carga. Pero el ser pobre no lo intimidaba. De puro metido se había ganado la confianza del intendente local y le hacía de mandadero. El intendente lo había recomendado al signore Morressi, dueño de las tierras de los alrededores y así Carmelo se ganaba unos centavos para sus gastos. Más de una vez recibía ropa de segunda mano y hasta podía contribuir con algunas liras cuando las cosas se ponían difíciles en casa.
A los dieciséis años era más alto que todos sus amigos. Por no quedarse quieto y andar siempre trepando por los cerros cercanos y cruzando el río a nado, tenía unos músculos bien desarrollados que le fueron útiles para defenderse más de una vez y ganarse el respeto de varios matones de la zona. Bailaba bien y las muchachas del pueblo buscaban su compañía. Había tenido su primera experiencia amorosa en un revolcón sobre el heno de un granero con una bonita y coqueta ayudante de cocina de la única posada del pueblo. Después tuvo asuntos pasajeros con varias jovencitas que se mostraron dispuestas, pero él tenía planes grandiosos para su futuro, en los que no aparecía ninguna mujer. Hasta que se cruzó con los ojos verdes.
Carmelo era un mozo de pocas palabras porque en casa no se hablaba más que lo necesario, pero su mente volaba como las aves de los bosques cercanos. El signore más de una vez le había dado una palmada en el hombro después de algún servicio bien hecho, y comentado riendo que iba a llegar lejos. Él disfrutaba en silencio el gesto, que reafirmaba su esperanza en un destino mejor que el de su padre y los demás hombres de la familia.
Berta Ferrero y Filomena Demarco habían compartido todos sus secretos desde niñas. Si bien tenían otras amigas en el pueblo y en la escuela, juntas vivieron las experiencias importantes de sus vidas: cumpleaños, enfermedades, pruebas de materias difíciles, y fueron madres substitutas y protectoras de sus muñecas preferidas. Ahora, casi quinceañeras, extendieron sus actividades sociales de la misa dominguera a las ferias del pueblo, con autorización para ir, acompañadas de un adulto, hasta que se hiciera de noche. Ninguna niña bien nacida permanecía fuera de su casa después de que bajaba el sol si no estaba con sus padres, y ellas ni soñaban discutir algo tan razonable.
La semana anterior a esa feria en particular, Filomena se había sentido más excitada y feliz que nunca. Se echaba furtivas miradas en el espejo, ya que Mamma no aprobaba la coquetería, y éste le devolvía la imagen de una mujer. Empezaría a salir como Teresa, con las amigas, en vez de ir con sus padres. Planearon reunirse con Rossina, otra amiga de la escuela y la madre de Berta se ofreció para acompañarlas. El día de la feria Filomena puso especial énfasis en su peinado. Había dormido toda la noche con su largo cabello castaño enrulado en anillos atados con cintas y esa mañana al soltarlo lucía bellísimo y brillante, gracias a las cien cepilladas diarias que su madre le había aconsejado hacer desde niña. Mamma, una estoica mujer, fuerte, delgada y llena de energía, con un don para las manualidades, le había enseñado a coser su propia ropa. Hoy iba a estrenar el vestido de lino blanco que ella misma se había confeccionado, bajo los ojos atentos de la madre, quien le ayudó a pegar las puntillas, un trabajo demasiado delicado para sus manos de principiante.
La feria estaba llena de cosas deliciosas para comprar y también de jovencitas conocidas de Filomena, arremolinándose en los quioscos de los gitanos, gastando los centavos que les habían dado sus padres y echando ojeadas a los muchachos. Ellos también se paseaban en grupos exhibiendo su hombría a gritos y luciendo sus melenas recién peinadas, ya que la mayoría de los de la edad de Filomena no tenían más que una breve sombra de bigote. Lejos estaban de que les broten esos magníficos, varoniles manubrios de bicicleta engominados que lucían los veinteañeros.
Seguidas por la mirada atenta de la señora Ferrero, Berta y Filomena iban de puesto en puesto, cuchicheando con risas nerviosas y rubores inevitables acerca del espectáculo que habían visto minutos atrás. Para deleite de las azoradas niñas del pueblo, un gitano joven, con un físico escultural y un pantalón ajustado que dejaba notar atributos que no debían ponerse tan en evidencia frente a damas decentes, de pie en un escenario había tragado fuego de una forma asombrosa. Finalizado el audaz espectáculo, tomadas del brazo y riendo turbadas, ellas se encaminaron hacia el puesto de las pelotas al cesto, que exhibía una serie de coloridos premios prendidos de una madera.
Cuando se disponían a seguir adelante, Filomena y Berta se anticiparon a las otras. Ahí fue donde lo vio. Él venía caminando en sentido opuesto y se enfrentaron. Un temblor la sacudió desde los bucles hasta la punta de los menudos pies calzados con las botitas domingueras. Carmelo Ianicelli. Estaba ahí, frente a ella, y por un instante que le pareció eterno, él la había mirado y ella supo que él la veía por primera vez. Después de tantas oportunidades desperdiciadas en las que hubiese querido plantarse frente a él y decirle aquí estoy, te miro por la ventana pasar, te conozco desde que eras un crío, desde que un día en la fuente de la plaza me tiraste del pelo y me hiciste llorar a los seis años. Te veo en la iglesia, y no me ves. Aquí estoy.
Sí. Ahí estaba, y paralizada por la felicidad de verlo así, inesperadamente, no pudo despegarse de esos ojos oscuros y ardientes hasta que Berta le dio un codazo para que siguiera caminando, muerta de risa, conocedora de lo que ella sentía en ese momento. El hechizo se rompió y él siguió su adelante. Aunque había clavado su intensa mirada por un momento en la de ella, Filomena se dijo que seguramente no significaba nada. Un buen mozo como Carmelo miraría a todas así. Pero a pesar de las dudas, el encuentro llenó muchas horas de charlas y posibilidades de acercamiento barajadas en secreto entre las dos amigas.
A fuerza de vigilar de lejos y con disimulo la casa de los Demarco por algunos días, Carmelo descubrió la rutina que seguían las dos señoritas de la casa, Teresa y Filomena, y a quiénes visitaban. Debido a estas investigaciones, se le hicieron escasos los ratos libres para ver a sus amigos o para su tarea favorita, tallar maderitas con el cuchillo mientras planeaba aventuras imposibles en las que él era el protagonista y comandaba respeto de todos, como el signore Morressi. Cuando las niñas Demarco se marchaban a la ciudad o a hacer visitas, él se iba a su roca, en una loma cercana a su casa, frente al magnífico Pollino con su cumbre todavía nevada, e imaginaba situaciones en las que siempre conquistaba el corazón de Filomena.
Lejos de la calle de su amada las horas se arrastraban interminables. Distraído en su trabajo, olvidó un par de cosas importantes, lo que sumó humillación a su miserable estado. La madre había notado algo raro, pero como de costumbre, le aconsejó que comiera más, después de tocarle la frente para ver si tenía fiebre. Su padre lo reprendía y le gritaba por su falta de atención, pero Carmelo no podía borrar los ojos verdes de su mente y lo desesperaba comprender la imposibilidad de sus sueños. Porque Filomena jamás repararía en él, un pastor analfabeto. Pronto tendría montones de pretendientes de Castrovillari o de los pueblos vecinos, si no estaban ya en línea, acechándola. O peor, alguno podría haber hablado con don Demarco ya. De solo pensarlo la angustia lo consumía.
Un domingo se vistió temprano y acompañó a su familia a la misa. Hacía mucho que no iba a la iglesia, pero si sus padres se sorprendieron del repentino interés religioso, no dijeron nada. Se sentó atrás con un grupo de amigos, asegurándose de poder verla desde allí. Giuseppe, el único que sabía algo de sus zozobras y era partidario de actuar inmediatamente, lo miraba con lástima. Después de una hora y media de sufrimiento incrementado por el asfixiante olor del incienso, Carmelo se decidió a llevar a cabo un plan de acción que, a la salida de misa su amigo, eje vital del proyecto, aprobó al instante.
Esa semana el signore Morressi lo llamó a su residencia, una inmensa casona de tres plantas y más de veinte habitaciones en las que la cochera-establo superaba en tamaño a la casa más grande de Castrovillari. El intendente del pueblo estaba sentado en un cómodo sofá de la biblioteca. Ambos tenían copas de vino en sus manos y había un plato con quesos caseros sobre el inmenso escritorio de caoba. Morressi lo recibió con una palmada en el hombro. Carmelo había estado varias veces allí, y después de los nervios por la impresión de la primera visita ya se sentía cómodo en el salón que olía a cigarros de calidad. Su única preocupación en ese momento era el par de errores que había cometido en los últimos días. Corría el riesgo de perder su trabajo de mensajero. Respiró hondo y esperó lo peor con la frente alta, como correspondía a un hombre.
–Carmelo, sabes cuánto valoramos tu ayuda –comenzó Morressi, y él sintió su estómago latir de golpe, como si el corazón hubiese bajado unos centímetros–. Cada vez que te hemos pedido algo lo has hecho con discreción y madurez para tus años. Te hemos visto manejar la escopeta de tu padre desde niño y más de una vez has ganado competencias de tiro al blanco en el pueblo.
Carmelo respiró aliviado, no parecía que iban a reprenderlo.
–Sí, commendatore, mi padre siempre dice que soy el mejor con la escopeta.
–Ya sabes que hemos tenido muchos ladrones de ovejas, cabras y animales de corral por aquí. Los bosques están llenos de forasteros que se esconden, y no nos alcanzan los carabinieri de la zona para controlar a las bandas de desertores y vagabundos que pasan por los montes.
Carmelo sabía que éste era un problema grave, todos hablaban de ello. La reciente guerra Franco Prusiana había sumado una buena cuota de sospechosos a los mendigos y merodeadores que dejaron los movimientos de tropas de la década anterior, cuando el magnífico Garibaldi había cruzado históricamente estas montañas camino al norte, a unificar Italia. Él escuchaba atento, inseguro de qué vendría después del preámbulo.
–Así es que el señor intendente y yo hemos decidido contratarte para que trabajes todo el tiempo para nosotros. De ahora en adelante serás el gualano del pueblo y los alrededores. Todos sabrán que tienes autorización para colaborar con la policía de Cosenza y que en mis tierras de ahora en más representas la ley.
El aleteo del corazón, que se había serenado, comenzó nuevamente con una velocidad que lo alarmó. Respiró hondo y trató de recuperar la calma. Nunca esperó que le vinieran con esta proposición, ni sabía que estos hombres le tenían tanta confianza, a él, un muchacho sin escuela. Con la voz un poco temblona a pesar del esfuerzo, agradeció la oferta que en realidad era un mandato al que no podría decir no. Tampoco hubiera soñado con negarse. Era un honor demasiado grande para él.
Carmelo corrió excitado, feliz, hasta la casa y al escuchar las noticias su padre lo miró por primera vez con un gesto de orgullo que lo llenó de optimismo. Para su sorpresa, abandonó lo que estaba haciendo y juntos se encaminaron adentro. Por primera vez en muchos años le puso la mano en el antebrazo, un gesto que usaba con sus amigos, y así lo acompañó hasta la cocina, a contarle a la familia que Carmelo estaba oficialmente empleado por el commendatore Morressi.
Más tarde Giuseppe festejó la noticia en forma estentórea, como era su estilo, con muchos golpes en la espalda y risotadas. Las sinceras palabras de felicitación y la voz conmovida le confirmaron a Carmelo lo que ya intuía; que podía confiar en él totalmente. Y ahora lo necesitaba más que nunca, pues a su amigo le habían permitido ir a la escuela y sabía leer y escribir.
–Giusé –comenzó Carmelo cautelosamente– ¿Me harías un favor gigante?
–Manda nomás.
Dos semanas después del encuentro en la feria, la creciente ansiedad de Filomena se hizo notable. No tuvo apetito por varios días y Mamma comenzó a perder la paciencia con su hija menor.
–Come un poco más. No te vas a levantar de la mesa hasta que no termines este plato.
–Sí, Mamma tiene razón –se inmiscuyó Teresa, siempre atenta a meter una púa cuando se presentaba la oportunidad–. ¿Qué te pasa, Filumé?
–Estoy comiendo, pero no me siento muy bien.
–Te doy otra vez un par de cucharadas de aceite de hígado de bacalao. Eso te hizo bien cuando estabas mal del estómago.
–No, Mamma, por favor, voy a vomitarlo como la otra vez.
La madre miró a Teresa, impotente. La hija mayor se encogió de hombros y dijo, por decir algo que pusiera nerviosa a su hermana:
–Debe andar enamorada de alguno de esos tontos con tres pelitos en la barba que se pasean por la plaza.
Filomena dio un salto y con furia la llamó mentirosa, lo que desató una escena que Mamma, como siempre, cortó muy pronto.
Sabía que todos intuían algo, pero estaba tranquila ya que nunca podrían averiguar la verdad de su silencioso e imposible sueño. No estaba enojada con Teresa. La envidiaba. Hacía muy poco que Antonio, uno de los dos maestros de la escuela de Morano, a unos kilómetros de Castrovillari, había mandado a decir por una casamentera que estaba enamorado de Teresa y quería acercase a hablar con los padres. Teresa lo conocía desde hacía años y siempre habían bailado en las fiestas locales. Filomena sabía que su hermana estaba enamorada de Antonio y hubiese dado cualquier cosa por estar en su lugar, y que el maestro fuese Carmelo, con sus ojos de fuego y coraje a toda prueba.
Las pocas esperanzas de llamar la atención del muchacho de sus sueños se habían reducido a cero el día anterior. Berta, agitada, le trajo la noticia del nombramiento de Carmelo como gualano de los bosques aledaños. Ahora estaba segura de que él nunca la miraría con interés. Imaginó a todas las muchachas del pueblo tratando de conquistarlo. Descuidó las tareas domésticas que le correspondían y la tensión entre ella y Teresa se hizo insoportable, con pellizcos a escondidas y algunos gritos y lágrimas que Mamma trató, esta vez sin éxito, de controlar con amenazas nunca cumplidas.
El miércoles a la tarde se vistió para ir con su amiga a la tienda a comprar broches e hilos para la costura y aún no había terminado de peinarse cuando Berta abrió la puerta del dormitorio de golpe, con la cara enrojecida y la respiración agitada por subir corriendo la escalera. Miró a su alrededor para cerciorarse de que Teresa no estaba allí, y se sentó con un resoplido en la cama.
–Ay, Filumé, ay, no sabes lo que pasó… Yo misma ni lo creo todavía…
–¿Qué? ¿Qué pasó? –pero la sonrisa pícara y el brillo en los ojos canela la tranquilizaron. No parecía nada malo, por suerte.
Bajando la voz e inclinándose hacia ella Berta le susurró:
–No sabes lo que guardo en mi bolsillo. Nunca lo vas a adivinar, así que te lo digo nomás. ¡Tengo una carta de tu amor, una carta de Carmelo, te la mandó ayer pero recién hoy me la dieron!
Hubo un silencio en el que Filomena se sintió suspendida en el aire, incrédula. Cuando vio asomar un sobrecito del bolsillo del delantal de Berta sintió pánico, felicidad, todo junto aunque no atinó a moverse. Miraba fascinada como le tendían el sobre. Necesitó un momento para calmarse y después, con temor, forzó el sello rojo y sacó un papelito. Con una letra despareja y grande, firmada “C” la formal nota dirigida a “la honorable señorita Demarco” le pedía que el domingo en misa, si es que a ella no le disgustaba su presencia, se volviera tres veces a mirar a la última fila, donde él estaría sentado esperando ansiosamente por esa seña para saber que era correspondido. Si es que no había interés de su parte, que no volviera la cabeza en toda la misa y eso sería suficiente para que él no la importunara nunca más.
Hubo risas sofocadas, abrazos emocionados y hasta lágrimas de alegría entre las dos amigas, y por fin, la pregunta necesaria fue planteada.
–¿Quién te dio esta carta? ¿Él? ¿Cuándo lo viste?
–No, tonta. Jamás me habló en la vida y no me hablaría, no se animaría a pedirme una cosa así. Me la pasó Doménica.
–¿Tu vecina? –preguntó Filomena, incrédula.
–Shh, ¡te van a escuchar! El hermano de Doménica la trajo. Giuseppe, el que siempre anda con Carmelo y los otros. Él no sabe leer ni escribir, se la dictó a Giuseppe y le pidió a él que Doménica me pasara el sobre para dártelo. Shhhh, bajemos la voz. Guarda la nota, tengo miedo que aparezca alguien. Doménica me hizo jurar que nunca le diría a nadie este secreto. Yo juré contenta.
–Vamos a la tienda –dijo Filomena alzando su bolsita de mano –. Necesito aire fresco.
Le impresionó el coraje exhibido por su amado al mandar una cosa así sin saber primero cómo reaccionaría ella. ¿Y si lo acusaba, dándole la nota al padre? Don Demarco podía haberle hecho pasar un buen disgusto por importunar a su hija.
Además de guapo era valiente, y eso le reafirmaba que estaba acertada en sus sentimientos. Caminaron juntas y ella iba acariciando con ternura la ajada nota bajo la pañoleta.
Aquel domingo ahora lejano, arrodillado en el último banco de la iglesia y después de la tercera mirada de esos ojos que lo tenían loco, Carmelo creyó tocar el cielo con las manos. Rezó ferviente su Acción de Gracias dedicándolo a todos los santos del calendario, por las dudas. Al volver del altar después de recibir la comunión, Filomena lo obsequió con una sonrisa breve que a él lo conmovió profundamente. Y decidió hablar con ella. Pronto. Sabiendo que lo aceptaba él no podía esperar más.
El mensaje de Carmelo, pidiéndole que pusiera los términos de un posible encuentro, porque él necesitaba hablarle llegó un par de días más tarde. Después de mucha deliberación con Berta, resolvieron que lo mejor era organizar una caminata a la plaza un atardecer e incluir a Doménica. Nadie sospecharía si sucedía que Giuseppe y Carmelo pasaban por casualidad y se detenían un minuto a saludarlas mientras ellas tomaban un refresco sentadas en un banco de la plaza.
Después del circunspecto y tenso primer encuentro vinieron otros, con más tiempo a solas y en lugares más discretos. El día en que él se acercó aprovechando que los otros caminaban delante de ellos y le dio un beso en la boca, Filomena no atinó a responderle por la sorpresa, pero también porque no sabía cómo hacerlo. Nunca la habían besado. El resto de la tarde tuvo fuego en los labios, y se sorprendió de que nadie se diera cuenta de lo que había sucedido. Entonces se atrevió a soñar que las dos hermanas salían en pareja, iban a fiestas, a la misa, felices, acompañadas por los hombres que amaban y con la bendición benevolente de Mamma y Tata. Hasta imaginó dos bodas seguidas en la imponente Iglesia de San Giuliano… ¿Por qué no? Todo era posible.
Así había comenzado la historia de este imposible amor que los mantuvo en vilo por cuatro años, los años más felices y dolorosos de sus vidas. Una mezcla de sentimientos que los llevó a las cumbres de felicidad más embriagantes pero también los sumió en pozos negros de desesperanza.
Carmelo baja las escaleras del hospedaje iluminadas por una temblona bombilla de gas, y entrega la llave al adormilado sereno sentado tras la ventanilla enrejada del sencillo saloncito de madera oscura. Ha pagado dos noches por adelantado. Quién sabe cuándo va a volver a Rosario. Siente otra vez la tenaza en el estómago al pensar en lo que está por hacer. Sale a la calle, respira el fresco y húmedo aire y camina resuelto, evocando la voz amada prometiéndole esperarlo. Y sus ojos. Los intensos ojos de Filomena.
Es muy temprano pero ya hay coches transitando sobre el empedrado brillante y por el rocío nocturno. En la esquina un grupo de silenciosos, hoscos trabajadores esperan el tranvía. Un bar con mortecinas luces está abierto y él se atreve a comprar por unas monedas un tazón de café con leche humeante y un pan de dudoso aspecto. Con el estómago fortalecido, se ubica en la línea. El tranvía, una caja de madera rectangular con ruedas que giran sobre rieles metálicos se acerca con su retintín de campanillas. Los dos faroles de querosén cuelgan a ambos lados de la ventana del conductor, ubicado detrás de los caballos que tiran del coche al unísono. El guarda parado en el pescante, con el dispensador de boletos y la bolsa para el cambio colgando del cuello le cobra la moneda del viaje y Carmelo se echa pesadamente en uno de los asientos vacíos. A estas tempranas horas el pasaje está compuesto en su mayoría por obreros y pronto el tranvía se llena de anónimos seres que se apretujan en el pasillo. Las ventanillas tienen los vidrios bajos porque es invierno y hay olor a humedad y a ropa con el tufo acre del sudor acumulado.
Falta un largo trecho hasta el puerto. El vapor llegará cerca del mediodía, y quién sabe a qué hora instalarán la pasarela para descender. Pero él quiere estar ahí cuando todo eso suceda. Mirando los interminables edificios y las luces de gas de las calles recuerda la impresión que le dio Buenos Aires cuando llegó por primera vez, dos años atrás, solo y con unas pocas liras que no valían mucho en el bolsillo. La inmensidad de las avenidas, la altura impresionante de los edificios, el bullicio, como en Nápoli, de donde zarpó.
Evoca con ternura la solidaridad que encontró entre la gente que viajó con él en el lento barco con que cruzó el Atlántico; desconocidos compartiendo las increíbles incomodidades y humillaciones del viaje, en el que casi todos los momentos eran públicos y la proximidad de los otros pasajeros se volvía insoportable. Hacinados en las hediondas y asfixiantes instalaciones de la tercera clase, justo cerca de las máquinas que rugían continuamente. Hoy se admira de que no estallaran más peleas y enfrentamientos entre los agotados y ansiosos pasajeros.
Con una amarga sonrisa recuerda las malas épocas vividas en Italia, la falta de medios, los conflictos políticos, la unificación que costó tanta sangre y tanta lucha fratricida, hasta que los estados pudieron librarse del Imperio. Las guerras Austro-Prusiana de los 1860s y luego la Franco-Prusiana afectaron a la península de norte a sur, con un costo humano y económico enorme. A ello se sumó el conflicto sobre Roma, en el que el Papa Pio IX se negó a ceder los derechos de sus tierras y permitir que la Ciudad Eterna fuera la capital de lo que ya estaba unificado de Italia. Su padre y la mayoría de los hombres que Carmelo conocía, paisanos y montañeses, eran garibaldinos de alma. Habían aceptado al unificador rey Víctor Manuel II pero mantenían el sueño de Garibaldi, de que Roma se convirtiera en la capital de los estados ya unidos, lo que recortaría en forma notable el poder del Papa sobre las tierras italianas.
El tranvía se bambolea, trayéndolo al presente, y ya las luces de gas de las calles han sido anuladas por la claridad del día. Entra frío por la ventanilla que él ha entreabierto para respirar, y se abotona el abrigo, reacomodándose en el duro asiento de madera.
Después de su primer año como gualano, Carmelo había desarrollado un buen instinto de guardabosque y generalmente imponía orden y controlaba situaciones sin necesidad de usar su escopeta. Aunque en raras oportunidades tuvo que acudir a la fuerza, el peligro estaba siempre latente y su madre respiraba aliviada cada noche cuando él volvía a casa. Todo lucía promisorio en su vida, excepto por la obstinada oposición de los Demarco a que él se acercara a su hija.
Filomena y él se amaban cada día más, pero ella debía superar incontables obstáculos para poder verlo. En público debían ignorarse ostensiblemente porque un error sería inmediatamente reportado a los padres de ella a través de las innumerables chismosas del pueblo, quienes disfrutaban sabiendo del frustrado romance.
Lleno de celos y dudas, Carmelo había intentado averiguar si es que alguno de los candidatos que aparecían continuamente en el horizonte tenía algún atractivo para ella. Pero no, Filomena era de una sola palabra y se lo había probado. Carmelo le correspondía su fidelidad. No había habido más mujeres en su vida desde que ella lo aceptó, y la oposición familiar actuaba como aglutinante que reforzaba los sentimientos de ambos. Ella lloró inconsolable cuando Teresa y Antonio pusieron fecha de boda. El noviazgo llevaba dos años y los Demarco recibieron al hijo político con brazos abiertos. Un maestro, culto, educado, con futuro y al mismo nivel de ellos. Carmelo compartió la frustración de Filomena, pero acrecentada por su amor propio herido, y la certeza de que no importaba cuánto fuera respetado en el pueblo por todos, nunca iba a ser suficiente ante los ojos que quién él más necesitaba ganarse.
Fue por entonces que ella, su amada, la mujer que por la fuerza de voluntad y valor que mostraba lo merecía todo de él, le dio una prueba contundente del amor que le tenía.
–Carmé –le dijo un día, después de haber estado abrazados un largo rato en su preferido escondite, la piedra frente al Pollino, rodeados de las flores silvestres de la primavera y el trino de los pájaros organizando sus nidos–. Carmé, quiero que sepas que si no podemos casarnos, no voy a casarme con nadie.
Él la miró con ternura; pocas veces ella hacía promesas. Ella prosiguió, mientras saludaba con la mano a Berta y Doménica, que discretamente charlaban sentadas unos cien metros más abajo y que con su presencia justificaban las salidas de ella para los encuentros furtivos.
–Ayer hablé con mis padres y con los tíos Grimaldi, aprovechando la cena de cumpleaños de Tata. Los reuní a todos y les dije que había decidido declararme soltera. Que no me busquen más candidatos. No voy a casarme nunca. Seré solterona y feliz de serlo, si es que así podemos seguir así, queriéndonos tanto, aunque sea de lejos.
Conmovido, él la abrazó fuerte, con ganas de llorar y gritar de odio por la injusticia de quienes los obligaban a una vida de miseria, con pocos momentos felices de encuentros furtivos que no llevaban a nada y que serían cortados apenas los Demarco se enteraran de los engaños. Ella suspiró, acariciándole la mano, pensativa.
–Sabes, los Grimaldi se van. Mi tío no tiene trabajo y está furioso con la unificación que ha dejado a varios estados afuera de la nueva Italia. Los que piensan como él están indignados y quieren anexar a todos en un solo país. Pero mi tío está harto de esto, no ve futuro y como varios amigos suyos se van a la Argentina, él también presentó una solicitud para toda la familia. Mamma está triste, ella se lleva bien con sus primas y ahora se irán todos, hasta los hijos.
Carmelo no respondió de inmediato. Todavía emocionado por la declaración de soltería de ella, apenas podía concentrarse en esa gente desconocida que, como tantos otros, estaban huyendo de la patria, como decía su padre, cobardemente, abandonando la tierra que los vio nacer.
–¡Trasbordo al puerto!
El grito del guarda lo saca de sus recuerdos y se pone de pie, abriéndose camino entre los pasajeros para bajar a tomar el tranvía que finalmente lo llevará al muelle de Las Catalinas, una construcción larga, de madera, que se adentra en el barro del río, detrás de la Plaza de la Victoria donde está el Cabildo. Allí se descarga mercadería y también bajan los que pasan por la Aduana y podrán optar por hospedarse en el Asilo de los Inmigrantes, recién construido. La costa es un fangal. Contiguo al muelle las lavanderas de la ciudad se amontonan haciendo su agotador trabajo, y en los días de sol se pueden ver los largos tendederos de ropa blanca secándose al sol sobre la barrosa orilla.
Maldice su tacañería. Si no hubiera mezquinado en la renta, podía haber alquilado algo más cercano, pero la idea de gastar de más cuando iba a necesitar cada centavo lo había frenado. Baja del pescante e inmediatamente reconoce la calle. Unas cuadras más adelante había vivido durante un par de meses, apenas bajó del barco, en un hotelucho de los que el gobierno rentaba en ese entonces para recibir a los recién llegados de Europa hasta que encontraran una ruta para ubicarse dentro del país. Recordó sonriente los malentendidos al comunicarse con los locales y la imposibilidad de entenderse con los de las otras nacionalidades. Babel. Eso es lo que el hotelucho era, una Babel de paso. Se estaba construyendo entonces el gran hospedaje para todos, el Asilo, en los bajos del Retiro, un edificio circular de madera que ahora alberga a los recién llegados hasta que salen a la calle a buscar su suerte. La cruda realidad del inmigrante en este país es totalmente distinta a lo que se escucha en Europa. Aquí hay miseria y amarguras también. Pero hay posibilidades de un futuro mejor, y eso es lo que mantiene a Carmelo optimista y lleno de energía.
El sol debe estar asomando ya. No se lo ve por los altos edificios, pero pronto entibiará el húmedo aire porteño. Saca de su bolsillo una de las tarjetas que el Secretario del Juez le ha dado. Los dos hombres lo esperarán en el mostrador de Inmigración de la Aduana. La tenaza del estómago que le había impedido comer todo el día de ayer, ahora ha vuelto y le oprime hasta el pecho.
El barco ha apagado sus motores y el humo ya sale escaso de la alta chimenea. Filomena sigue sentada en su rincón, pero ahora la gente se arremolina frente a las barandillas de hierro de la cubierta y le impiden ver la ciudad. Los curiosos miran la actividad del puerto, que bulle más allá con una multitud de gente parada esperando a los viajeros. Las altas grúas están listas para la acción y el vaporcito, que increíblemente remolca al gran transatlántico a través de los canales del barroso Río de la Plata, hace oír su sirena casi constantemente, dando instrucciones, señalando la ruta. La algarabía de a bordo se ha tornado insoportable para ella, totalmente invadida por el pánico. Teme por lo que va a suceder y al mismo tiempo la aterra la idea de que no suceda.
Camina hasta el baño y se lava la cara otra vez. Necesita calmarse. No puede escuchar más a Mamma y Tata regañarla por lo nerviosa que está. Teresa y Antonio se ríen de su ansiedad, tranquilos, felices en su mundo, un mundo que le negaron a ella. El sucio espejo le devuelve una cara pálida, sus ojeras ahora totalmente marcadas, el pelo desaliñado. Saca de su bolsita un peine y se hace un nuevo rodete, con más hebillas, para que soporte la tormenta que va a ser el largo día que tiene delante de sí. Se pellizca las mejillas para darse color, sin éxito. Si él la ama realmente, va a ser así, pálida y ojerosa como es ella, no hay otra Filomena, es ésta o nada. Pero él, ¿la querrá todavía como antes, después de tanto tiempo sin verse?
Cuando Filomena se declaró oficialmente solterona, Carmelo había valorado inmensamente el desinteresado acto. Para ella fue la paz. No más justificar los constantes rechazos a los candidatos que aparecían en el horizonte. No más explicaciones a la familia, no más miradas condescendientes de la gente del pueblo porque no había conseguido marido a su edad.
La vida continuó por un tiempo entre encuentros furtivos alternados con notas de amor llevadas a uno y otro a través de Doménica y Giuseppe. Hasta que un domingo, en la mesa, Mamma y Tata anunciaron que habían decidido seguir a los Grimaldi a la Argentina. Los tíos ya estaban ubicados en Rosario, una ciudad fabulosa, al norte de Buenos Aires, junto al Río Paraná, que recibía con los brazos abiertos a los miles de italianos que llegaban y en la que para todo uso práctico el italiano era el idioma local.
La noticia fue un balde de agua fría para Carmelo. Ella lloró en sus brazos un largo rato, escuchando con cariño el latir acelerado del corazón de él, que parecía querer saltársele del pecho. Cuando se calmó un poco, la separó de sí y, mirándola a los ojos con esos carbones encendidos de los suyos le prometió seguirla donde fuera, así la llevaran al fin del mundo. Porque él sabía que ella no iba a desafiar a la familia para quedarse en Castrovillari sola. Pero él no podía pensar en una vida sin ella. Esa misma noche Doménica vino a la casa antes de la cena con una excusa tonta y en un aparte le dio un mensaje de él. Le pedía verla al día siguiente. Acudió a la cita, nerviosa, acompañada por Berta quien tuvo que justificarse con la madre otra vez y cancelar un ensayo en el coro de la iglesia.
Él las esperaba caminando de un lado a otro frente a la piedra habitual. Berta se quedó atrás, discreta, se sentó a la sombra de un inmenso pino albanés y sacó un libro de la bolsa.
Con voz agitada y nerviosa Carmelo le dijo a Filomena que al día siguiente iría a buscar los papeles para emigrar a la Argentina. Como era una sola aplicación y él no tendría que sufrir las demoras de desprenderse de casa y pertenencias pues no tenía nada propio todavía, confiaba en que el trámite saldría pronto y viajaría antes que los Demarco. Una vez en Rosario la esperaría trabajando y haciendo un futuro para ambos. Mientras él hablaba, ella, hechizada, leía en sus ojos la intensidad del amor con que él le correspondía. Hablaba de dejar todo lo que tenía ahora, las promisorias perspectivas con los commendatore del pueblo y abandonar el futuro casi cierto de escalar posiciones a pesar de su humilde origen para seguirlos a ellos a una tierra remota, que, aunque tuviera las calles empedradas en oro como muchos aseguraban, era un salto al vacío, un sacrificio inmenso.
Nada pudo disuadirlo.
–Quiero escuchar de tu boca, que me lo digas frente a frente, que no quieres que vaya yo también adonde te lleven.
–¿Cómo puedo decirte esa mentira? –lloró ella, y le confesó que sí, que era tan egoísta que no deseaba nada más en el mundo que estar cerca de él, y que si ella se marchaba sola era para morir adentro, porque nadie iba a suplantarlo jamás.
–Eso es todo lo que quería escuchar. Ya está decidido. Cuando me marche te escribiré, te contaré todo lo que esté haciendo. Ya hablé con Giuseppe. Doménica te va a pasar las cartas y despachará las tuyas. Y te aseguro que en América las cosas no van a ser como aquí. Allá la gente es distinta y te prometo que cuando nos veamos otra vez va a ser para unirnos para siempre. No tengo dudas.
Tal como lo anticipaba Carmelo, lo aceptaron de inmediato y en tres meses estaba preparado para partir. Giuseppe cambió la actitud con Filomena. Dolorido, apenas se tocaba el sombrero y bajaba la cabeza cuando se cruzaba con ella.
–Anda triste y amargado porque el mejor amigo se va. Justo ahora que se ha puesto de novio y quiere que Carmelo sea su padrino de boda. Ya se le va a pasar –dictaminó Doménica–, se va a consolar con su noviecita y seguramente la tendremos que aguantar en casa los domingos también. No tiene nada en contra tuyo, Filumé, es que Giusé no tiene muchos amigos.
La despedida fue terrible. Carmelo trataba de mantener la calma pero al final terminaron los dos llorando uno en los brazos del otro. Ella temía todo, la distancia, la gente desconocida, el largo viaje en barco por el mar inmenso, el país extraño al que iba.
En los largos meses que pasaron después de la partida, y luego el año y medio que les llevó a los Demarco subir en Nápoli al vapor que se dirigía a la Argentina, Filomena respiró y existió solo con la esperanza de una nueva carta de Carmelo. El casamiento de Teresa con Antonio, un gran acontecimiento en el que ella participó como una autómata, no le trajo alegría. Se preparó durante meses, ensayando un gesto amable y una sonrisa que a fuerza de practicarlos en el espejo para el día de la boda lucieron naturales.
Las detalladas cartas de él, con caligrafías diferentes y escritas por conocidos o tal vez por escribientes pagos, la motivaron a enviarle largas respuestas, contándole hasta lo más insignificante, admirada de lo rápido que él se adaptaba a todo lo nuevo y los grandes planes que hacía para el futuro.
En la última misiva que Doménica le trajo, un mes antes de partir, Carmelo le daba instrucciones precisas de cómo iban a desarrollarse las cosas cuando el vapor llegara al puerto de Buenos Aires. Y le pedía que se preparara mentalmente para ello. Que se acostumbrara a la idea de lo que harían y que mantuviera la calma. Además, que no olvidara llevar encima la partida de nacimiento al llegar al puerto. Ella obedeció fascinada por lo atrevido de la empresa, pero estaba dispuesta a todo para terminar con esta angustia de vivir lejos de él.
Un toque de sirena largo, sostenido, la sorprende cuando está terminando de arreglarse. Filomena sale de los baños con un redoble de tambor dentro del pecho. Pronto van a descender. Cuando se acerca al espacio bajo la escalera de cubierta donde está la familia reunida levantando ya los bolsos y paquetes, un marinero se acerca recorriendo la cubierta con un megáfono, llamándolos a ellos.
–¡Familia Demarco! ¡La familia Demarco que se presente!
Los pasajeros todavía no están descendiendo, las autoridades han subido para los controles oficiales y lo extraño de la situación la pone aún más nerviosa. Los padres, sorprendidos, se miran un instante y se acercan al hombre quien deja el megáfono en el suelo y saca un papelito del bolsillo.
–Demarco, ¿de Castrovillari, Cosenza?
–El mismo –dice Tata, intrigado, mirando a Mamma y encogiéndose de hombros.
–Síganme –señala el otro, leyendo el papelito otra vez–. Usted, su esposa y la señorita Filomena.
Al escuchar esto el corazón de ella da un brinco y por un instante le falta el aire. Pero sabe que algo así debía esperar y recuerda la carta de Carmelo. Lleva en su bolsita la partida de nacimiento que sacó de la maleta de sus padres en el camarote cuando ellos no estaban presentes. No sabe cuál emoción la domina ahora: si lo que está por suceder, o la felicidad de saber que va a verlo nuevamente.
Cuando Carmelo se acerca al mostrador de inmigraciones para preguntar por el Secretario del Juzgado y por el señor Juez de Paz, quienes han prometido esperarlo allí, un muchacho de su edad, con un traje de corte impecable y un peinado con brillantina se le aproxima sonriente.
–¿Carmelo Yanicelli? –Carmelo asiente. Tiene la boca seca pero no es momento de buscar nada para tomar. Traga saliva con dificultad. El joven secretario tiene una sonrisa tranquilizadora.
–Aquí estamos con el señor Juez de Paz. Hemos traído la papelería necesaria y vamos a cumplir, de acuerdo a su solicitud y a la ley de este país.
El juez se aproxima y circunspecto le estrecha la mano. Los tres se encaminan guiados por el secretario hacia el amarradero lleno de gente que espera a los pasajeros. En silencio observan cómo las dos grandes estructuras que sostenían las pasarelas son acarreadas hacia los puntos en que serán calzadas a la altura de la cubierta del buque.
Un escalofrío le recorre la espalda. Recuerda la pesadilla que ha tenido, pero se tranquiliza. Este buque se acerca en forma estable y Carmelo recupera la seguridad en el éxito de su plan. El futuro de ambos está en juego.
Dos vaporcitos remolcadores se acercan pitando y señalando el camino y detrás, con los motores apagados, viene el inmenso barco italiano que lentamente es encaminado al punto de anclaje paralelo al embarcadero. Los movimientos en tierra llevan alrededor de media hora durante las que los tres hombres en el muelle intercambian solo unas pocas palabras. Carmelo apenas se contiene por la emoción y los deseos de saltar, volar, hacia la cubierta y llamarla a gritos. ¿Estará ella viéndolo, entre tanta gente que se apretujaba contra la barandilla? Él no puede distinguir a nadie desde donde están, tiene los ojos cegados por el sol y la ansiedad. El juez parece tranquilo, y cada tanto le palmea el brazo, como dándole valor al verlo tan nervioso.
Finalmente, después de esperar lo que le parece una eternidad, dos representantes del puerto se acercan a la rampa y ascienden lentamente hasta la altura de la cubierta. Allí ya hay un grupo de marineros y oficiales de abordo esperándolos en formación, con el capitán al frente de la puertecilla de la baranda abierta. Hay un intercambio de palabras y papeles que parece no terminar nunca. Por fin el juez les hace una seña y el secretario y Carmelo lo siguen hasta el pie de la rampa.
–Quédese tranquilo, hombre, todo va a salir bien –dice el juez sonriendo.
Carmelo tiembla por dentro y siente las piernas muy flojas. Ante una señal de arriba, los tres suben hasta la cubierta donde hay funcionarios ejecutando trámites de papelería con los oficiales de a bordo. En un costado se ha abierto un espacio donde están algunas autoridades rodeadas por una multitud que guarda respetuosa distancia. Entonces él divisa a Filomena, bellísima, de pie, la cabeza alta sonriendo tímida, seguramente que con el mismo terror por lo que van a hacer que él siente. Los Demarco, uno a cada lado de su hija, miran sin comprender bien qué sucede y es evidente que ella no les ha anticipado nada. Un marinero les señala que se acerquen y los tres avanzan.
Carmelo tiene que contenerse para no saltar el corto trecho que los separa y abrazarla con fuerza. Tantas veces ha soñado, planeado, idealizado este momento. Siente la mano del secretario sobre su antebrazo y se vuelve con una sonrisa nerviosa, para darle a entender que no piensa moverse de allí hasta que le digan.
Después de un corto intercambio de palabras con el capitán, el juez se aclara la garganta y levantando la voz se dirige a los tres pasajeros y al marinero que los acompaña:
–La señorita Filomena Demarco. Que dé un paso al frente por favor.
Un oficial traduce inmediatamente al italiano y el marinero le indica a Filomena, quien está paralizada mirando a Carmelo fijamente, que se adelante.
–¿Es usted Filomena Demarco? –ella asiente con un gesto. No le sale ni una palabra–. ¿Tiene papeles de identificación?
Carmelo le sonríe, alentador. Ella abre con manos temblorosas la bolsita de tela que lleva colgada del brazo y saca la partida de nacimiento, extendiéndosela al juez. El hombre se calza el monóculo en el ojo y lee el ajado papel después de desplegarlo con cuidado. Hace un gesto afirmativo con la cabeza y se lo devuelve a Filomena.
–Veo que la señorita Demarco tiene ya veintiún años cumplidos y bajo la ley argentina, es mayor de edad. Aquí tengo al señor Carmelo Yanicelli, quien manifiesta que desea contraer enlace con ella. Señorita Demarco, acérquese.
Filomena da un paso, después otro y el juez le toma una mano, acercándola y guiándola al lado de Carmelo quien recibe la helada manito, cubriéndola con la suya. Ambos miran al juez fijamente, porque no pueden mirarse sin caer uno en los brazos del otro.
–Filomena Demarco, ¿quiere usted por esposo al señor Carmelo Yanicelli?
Ella dice sí, aunque no está segura de que haya salido un sonido audible de su seca garganta. Ahora toda la cubierta está en silencio y atenta al juez, quien prosigue:
–Carmelo Yanicelli, ¿quiere usted por esposa a la señorita Filomena Demarco?
Él dice un sí rotundo, en voz bien alta, triunfal.
–Con el poder investido en mí por la ley de la República Argentina, los declaro marido y mujer. Que esta ceremonia sea la precursora de una bendición Cristiana en el futuro inmediato.
Los novios se miran sin atinar a nada, todavía tomados de la mano. Mamma, que ha llorado en silencio desde que comprendió lo que sucede, es la primera en correr al lado de su hija. Filomena recibe con mano trémula la pluma que le presentan para firmar el libro del Registro Civil. Carmelo apoya el pulgar húmedo de tinta ya que no sabe firmar su nombre. Y por ello no detecta el error ortográfico que han cometido, dados los nervios de la inusual escena, al copiar su apellido del pasaporte al libro, cambiándolo de Ianicelli a Yanicelli.
Don Demarco ha mostrado sorpresa y luego furia, pero si dijo algo en voz alta sus palabras se pierden en la explosión de aplausos y gritería de los pasajeros que han presenciado la ceremonia civil de la pareja que ahora se abraza, prudentemente, y se mira a los ojos con ternura.